RESACA


Me levanto de la cama con la angustiosa sensación de haber estado suicidándome toda la noche. Gota a gota, como si intentase dejar la vida de a poco, ignorando que se me fue hace ya tiempo.
Tengo la boca seca. La lengua de hinchada no me cabe en la boca que intento mantener abierta, para que por los oscuros recovecos que separan mi lengua de mi cavidad bucal, entre el escaso aire que me permite seguir respirando. Los labios forman un portal que como arco de derrota, anuncian el horror seco, empalagoso que se ha formado en mi boca, vulgar remedo de mi alma.
Intento incorporarme sin que me sea posible. Las sábanas han creado una trampa que atenaza mis piernas en una maraña indescifrable, como si una gigantesca araña hubiera construido una red de algodón que me mantuviese inescrutablemente asido al colchón. Consigo a fuerza de patalear liberarme del poderoso abrazo de la sábana y compruebo que una vez más, he dormido completamente desnudo. Y lo peor es que no recuerdo haberme desnudado. Bueno es que no recuerdo siquiera como demonios he llegado a mi cama.
Pero, un momento, esta no es mi cama, ni tan siquiera es mi habitación. Las paredes pintadas de un tono que se escapa a mi embotado intelecto, me son extrañas pero a la vez familiares. Muevo la cabeza, no sé lo que busco pero si sé que una asfixiante sensación de nausea me invade. Tengo el hígado tan sumamente acostumbrado al castigo que, como un boxeador acabado vencido en mil combates, lo encaja sin inmutarse, incapaz de defenderse o tirar la toalla y huir de este cuerpo que le encarcela por la boca. Lo mismo es que no puede. La sensación de tener la boca llena de trapos lo explicaría. Si no fuese porque se que no son telas, sino mi propia lengua la que me asfixia, pensaría que alguien ha dejado sus calcetines sucios en mi boca como si esta fuese el circular ojo de un lavadora hambrienta de colada.
Busco inútilmente en el interior de mi cerebro la explicación razonable de lo que me pasa, sin saber que esa explicación existe, pero que no es razonable. ¿Cómo va a ser razonable esta constante huida al inframundo que llevo ejerciendo desde hace años? Ni tan siquiera recuerdo los años que hace, solo sé que desde entonces libo tanto alcohol y tanto exceso como mi cuerpo, cada día más castigado es capaz de tolerar. ¿Para olvidar que? ¿Qué rechacé vivir, a cambio de una pretendida libertad? ¿Qué no solo he arruinado mi vida, sino que he vendido el alma como un moderno Dorian Grey, no por una eterna juventud, sino por una obscena cantidad de dinero que ahora dilapido sin mesura?



Al incorporarme he detectado un calor que no es el de mi cuerpo. A mi lado hay un ser humano, terso, luego mucho más joven que yo, que necesito un buen suavizante y un buen planchado en mi piel. Es suave y cálido, lo que descarta que a la correspondiente curda la haya acompañado algún buen samaritano, que haya decidido que lo mejor es que no juegue a la ruleta rusa con el volante de mi utilitario; pequeño, pero a la vez un peligroso asesino en mis manos etílicamente descerebradas.
Vislumbro una nalga que emerge de entre las sábanas como si fuese el anuncio de una nueva Venus, saliendo de entre las aguas.
“Así que el bondadoso samaritano es en realidad una bondadosa samaritana.” Pienso intentado mostrar la más maquiavélica de las sonrisas, sin que la boca tumefacta efectúe algo que no sea un rictus indescifrable.
Sigo esa línea sinuosa que separa la nalga entrevista y la espalda que se muestra como el lugar idóneo donde reposar después del largo camino del abandono del inexistente celibato. Y solo me detengo entre una maraña de pelo rubio natural, a mechas imperfectamente extraordinarias que reposan ondulantes en la playa que delimita la zona lumbar. He visto antes ese pelo, pero no consigo parar lo suficiente la habitación como para que me dé el tiempo suficiente a acordarme de dónde.

Es en ese momento cuando distingo una marca al final de esa espalda pálidamente perfecta, y recuerdo. Recuerdo el día hace 25 años, en que una blanca enfermera puso en mis manos una pequeña parte de mi recién nacida y como, en la inhóspita sala del hospital, me entró un pánico mortal, frío, que me ha acompañado desde mi huida. Y es ahora cuando recuerdo y la resaca me desaparece para que aparezca el negro terror del error. Del inmenso e irreparable error de un alma perdida.

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