La
tibia mañana de otoño en que enterraron a Lucia Andrade tras lo que fue la
crónica de una muerte anunciada, sus compañeros de trabajo esperaron en vano a
que se produjese alguna reacción por parte de la Empresa. Lucía era una
trabajadora ejemplar. Durante los 20 años que había estado en la compañía había
ascendido desde que empezó como auxiliar de administración, hasta que llegó al
cargo de Gerente de Compras de la sección de bazar, a base de esfuerzo, trabajo
y sobre todo dejarse la vida. Parecía la típica historia ejemplarizante de
superación del empleado que, con las únicas armas de su trabajo y de su
ambición, hacía carrera en una gran empresa de distribución. Sin embargo, esa era
la imagen que transmitía entre sus jefes y compañeros, en realidad la vida de
Lucía “intra muros”, había girado en una espiral de responsabilidad y estrés
que la acabarían conduciendo hasta donde ahora estaba.
Lucía
había sido la típica de una chica de clase trabajadora de los años 80. Sin la
posibilidad de ir a la Universidad y de estudiar por ser la mayor de tres
hermanos, en una casa con escasas posibilidades. La burocracia y los recortes
hicieron que la beca de estudios le llegase cuando ya había empezado a trabajar.
Empezó desde abajo, aprendiendo la mecánica ecléctica del negocio, como lo
hacían los aprendices de cualquier oficio durante el siglo XIX y buena parte
del XX. Inteligente, tenaz, capacitada para cualquier trabajo por duro que se
lo planteasen, fue escalando poco a poco.
Una
vez que parecía que la estabilidad económica y laboral estaba garantizada, con
aquel ingenuo pensamiento heredado de sus padres y abuelos de que, si hacías
bien las cosas y no molestabas al jefe o al patrón, tendrías trabajo y pan toda
la vida, decidió fundar una familia con su novio. No solo los compañeros que la
apreciaban se personaron en la ceremonia; incluso la Empresa acudió a la
ceremonia civil, enviando a un representante como “apoyo incondicional” a la
empleada ejemplar. La vida continuó según esa dinámica celeste que parecía
guiar la de Lucía, que veía incrementar su responsabilidad y trabajo en la
empresa según pasaban los meses. Y aunque la retribución no engordaba al mismo
ritmo que la responsabilidad y las preocupaciones, la vida sonreía a Lucía que,
con la ayuda de su marido, iba quemando las etapas que ella siempre creyó que
debían consumirse.
Su
embarazo y el nacimiento de su hijo, lograron que Lucía alcanzase el zénit de
su felicidad. Creía haber llegado y que lo más difícil había quedado atrás.
Reconocida, admirada e incluso querida en la Empresa veía un futuro tranquilo y
feliz.
Fue
el despido, inesperado según todos, de su jefe el que llevó a Lucía a la cota
que ella creía tener. Al fin y al cabo era una chica sin estudios
universitarios que, tras años de dedicación, esfuerzo y una abnegación casi
canina a la Empresa, estaría sentada al lado de los universitarios corbateados
que ostentaban grandilocuentemente sus cargos en las chapas que ellos mismos
encargaban y colocaban de manera bien visible en su mesa, donde junto a su
nombre y sus dos apellidos, figuraba en igual carácter y tamaño el cargo de
Jefe de Nosequé o Gerente de Nosecuantos, como signo público de una nueva
aristocrática presencia.
Lucía
no lo vio venir. Bueno, ni Lucía ni su entorno. Lo cierto es que la empresa no
movió ficha al principio. Empezó con la crisis del inicio del milenio, a sugerir
a sus cargos responsables más tiempo, más dedicación, más responsabilidades,
independientemente del nivel salarial, sin tener en cuenta ni el perfil ni la
vida de cada uno. Lo “importante” eran los resultados. El bien de la empresa.
-No se preocupe. -Le dijeron- Es un pequeño esfuerzo que le gratificaremos en cuanto las cosas vayan un poco mejor.
-No se preocupe. -Le dijeron- Es un pequeño esfuerzo que le gratificaremos en cuanto las cosas vayan un poco mejor.
Las
jornadas eran maratonianas. Desde primera hora de la mañana a altas horas de la
noche; reuniones, informes, resultados, era lo único que parecía importar y
Lucía, abducida como estaba en un entorno donde la responsabilidad era todo,
aceptó el reto y luchó con todas sus fuerzas.
Poco
a poco esas mismas fuerzas empezaron a fallar; nervios, malas contestaciones en
casa, algún azote inesperado e inexplicable al pequeño Daniel, al que apenas
podía ver, insomnio, nervios a flor de piel, comenzaron a hacer mella en ella.
Nadie en la Empresa vio venir que el cristal de roca con el que parecía estar
hecho el carácter de Lucía empezaba a resquebrajarse. La Dirección solamente
constató la bajada paulatina en el rendimiento de Lucía y, sin ningún tipo de
clemencia a su salud física ni mental, redujo las medidas preventivas a broncas
y más trabajo y presión.
El
día que Lucía tocó el suelo tras arrojarse desde el balcón de aquel 4º piso, en
el que un día ella creyó tocar el cielo, todo le pareció lejano, ajeno. No
entendía por qué no podía más, pero lo cierto es que no podía. La extraña curva
entre la responsabilidad y le rentabilidad, la había hecho descarrilar.
Nota : Este texto lo he presentado al 4º concurso de relatos breves sobre seguridad en el trabajo, obviamente no ganó. Si queréis leer el relato ganador, es público y lo podéis encontrar en
http://www.fsc.ccoo.es//b259d91c637c46c5a1dfb518f631a0f9000050.pdf
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