-¿Está
seguro de que quiere quedarse aquí? Podemos acercarle al centro.
Se
escucha a través de la boca entelada del camión.
-No
gracias, prefiero bajarme aquí.
-Como
quiera. ¡Adiós y suerte!
El
camión se aleja con el mismo ronroneo ronco con el que se acercó,
dejando a su antiguo pasajero de pié en mitad de la calzada. No
importa, no hay ningún otro vehículo que transite esa carretera a
esas horas. Mientras, la sombra recoge el bulto que parece su único
equipaje y comienza a subir una cuesta, alejándose.
El incipiente alba le
permite otear lo que quería ver. “Esto es lo que queda de mis
ilusiones”. Piensa, mientras observa los cascotes, el amasijo de
hierros, piedras, escombros y destrucción que se expande ante él.
Casi
tres años antes, había imaginado esta escena de una manera muy
distinta. Iba a ser el primero de su familia en llegar a la
Universidad. Sus padres (pensó en sus padres que ya no estaban,
aunque agradecía que ya no estuviesen), lo habían sacrificado todo
para que el pudiese vivir ese momento. Y esto es lo que ahora se
encontraba, un montón de ruinas que debía haber sido el centro del
saber y del conocimiento de la juventud española y ahora no es más
que el reflejo de la intransigencia y la barbarie, la triste imagen
de la destrucción y la desolación.
El
paso empieza a hacérsele cada vez mas pesado. Camina entre cascotes,
piedras deslavazadas, edificios derruidos, ventanas desvencijadas,
agujeros que parecían haber sido producidos por mortíferas polillas
que no solo habían comido el conocimiento y la vida, sino la
esperanza de muchos como él o de todo el país.
Teme
encontrarse a alguien de improviso, nadie alrededor: “Es pronto, y
prefiero no ver a nadie de momento”. Su reflexión le evade del
terrible sentimiento de desolación que le invade. Sigue su camino
con pesadumbre, pero con la determinación del que conoce su destino,
entre ese amasijo de cascotes y miedo que en su día había sido su
ilusión y ahora daba cuenta del pasado inmediato que había tenido
que vivir.
Mientras
camina, piensa en ese verano en su pueblo. Las últimas vacaciones
antes de ir a la capital, a la Universidad. Como, en su inocencia,
deseaba que acabase pronto para saborear la senda que creía trazada
y segura y que ahora pisa torpemente esquivando las ruinas sobre lo
que queda de un sueño.
Ha
repasado una y otra vez el camino a tomar, no puede equivocarse, no
puede preguntar a nadie sin estar seguro de a quien pregunta, es
peligroso, aunque tampoco se ve a nadie a quien preguntar. Sabe que
debe dar un gran rodeo, pero es lo más seguro conociendo el camino
solo por referencias y por vagas descripciones. Además es seguro que
todo esto ha cambiado enormemente, por ello camina por los restos de
la Ciudad Universitaria rumbo al parque del Oeste.
Adoquines
levantados, zanjas, sacos terreros aún no retirados eso es todo lo
que encuentra en su camino mientras avanza. Ni un alma en una ciudad
oscura, fantasmagórica, muy distinta a la que el se imaginó en su
definitivamente perdida inocencia. Continúa caminando y vislumbra un
edificio que parece haber sido roído por un gigantesco roedor, que
ha dejado los dientes marcados en la fachada. Por mucho que se lo han
descrito y explicado, no consigue reconocerlo y pasa de largo
inquieto. Perderse no es una opción. Continúa su lento caminar y
antes de llegar a la calle Ferráz, se detiene a coger resuello. Ni
un ruido, ni siquiera un pájaro que esté en el parque y que cante
en esa mañana de fin de primavera, a pesar de que hace un rato que
el Sol ha dejado caer sus primeros rayos. Sabe que tiene que
orientarse por una ciudad que no ha pisado nunca, pero en la que
tiene que refugiarse y no salir, al menos en muchos años. Enfila tal
y como le han contado para encontrarse con el Cuartel de la Montaña,
mejor dicho, con los restos del mismo, atacado por unos y por otros y
que hoy es también un amasijo de cascotes, hierros y piedras.
Tiembla con solo pensar el nombre, pero continúa y se desvía hacia
la explanada que constituye el núcleo de lo que será la Plaza de
España. El silencio sigue en la ciudad, pero entre las callejuelas
que desembocan en la explanada ya se vislumbran los primeros síntomas
de vida; un sereno que se dirige seguramente a su casa a descansar,
una portera que sale del portal para barrer con un palo al que le han
atado unos hierbajos y con el que remueve la arena más que barrerla.
Pero no se ve ni rastro de esa radiante alegría, de esa jovialidad,
que les habían contado que reinaba por esas fechas en la capital. Lo
que se vé es una ciudad triste, oscura, derrotada. Aunque es cierto
que está en uno de los barrios más castigados, y no está el horno
para muchos bollos.
Ha
encontrado un punto de referencia en la fachada del Palacio Real,
vé
como la Guerra ha convertido este espacio tan cercano a todos los
madrileños en un campo de batalla. Suelos levantados, impactos de
metralla en su fachada, ventanas destrozadas, cristales rotos, todo
tipo de escombros repartidos por doquier. Con
lo cerca que ha estado el frente lo raro es que no se haya venido
abajo. Ha decidido continuar hacia la Gran Vía, por calles pequeñas,
paralelas, es mas seguro. Abandona la calle mas ancha y se adentra
entre callejuelas, usando la vaga referencia que le empieza a
proporcionar el sol.
Al
cruzar la calle de Fomento, no deja de pensar en la trágica historia
de la misma. Enclave de la Inquisición primero, lugar donde se
concentra el progreso después (de ahí el nombre de la misma) y
trágico destino de los muchos de los que acabaron sus días al
principio del desastre. Aunque al principio no se creía las tétricas
historias de lo sucedido en su tétrica checa, lo que vio durante
estos últimos años, acabó por convencerle de que eso, y mucho mas,
cabía en la negra conciencia de muchos durante ese apocalipsis.
Empieza
a tener la boca seca y bastante hambre. Lleva mas de 20 horas sin
probar bocado. Sigue recorriendo las callejuelas hasta que llega a
una plaza en una de cuyas esquinas se divisa una tasca en la que hay
luz. No lo duda, empuja la puerta que cede con un estridente
chirrido. Le recibe una bofetada de olor mezcla de alcohol, sudor y
miedo. El suelo esta sembrado e serrín que dificulta ver el color
del suelo, y en las paredes se entremezclan los carteles de corridas
de toros y equipos de fútbol, con espacios donde ahora solo se puede
distinguir la claridad de que en su día allí hubo algo que recibió
la suciedad que impregna el resto de la pared.
-Buenos
días- saluda, dirigiendo su saludo a los dos parroquianos que adoran
un par de vasos que contienen los restos de un licor inclasificable.
Los
dos parroquianos le miran con recelo y no apartan su mirada mientras
se dirige al mostrador, al que el camarero intenta dar lustre con un
trapo que dista mucho de estar limpio.
-¡Arriba
España!- le saluda el camarero, con un ademán marcial a todas luces
impostado.
-Buenos
días, quería tomarme un café con leche y a ser posible, desayunar
algo.
El
camarero le mira un tanto perplejo, como si no entendiese nada.
-Lo
lamento, lo único que puedo ofrecerle de “eso” es una taza de
achicoria y un trozo de pan de ayer con manteca. Pero si quiere puedo
ofrecerle una copa de aguardiente o un anís.
-
La achicoria y el pan está bien.
No
es cuestión de apretarse una copa de aguardiente con el estómago
vacío. Mientras traga, como buenamente puede el caliente brebaje y
se come el mendrugo untado, no deja de observar a los dos clientes
que no dejan de mirarle como reconociendo a un usurpador. “Debe ser
duro, aguantar lo que ha aguantado esta gente”, piensa.
Con
el último trago, amargo pero caliente, pide la cuenta, a lo que el
camarero se le queda mirando con perplejidad.
-Invita
la casa- dice al fin. -¡Arriba España!- Cuadrándose.
-Muchas
gracias- Recoge el petate y se dirige a la puerta, mientras no deja
de observar como los parroquianos y el camarero no dejan de
observarle. A él o a su uniforme.
Al
salir gira por Jacometrezo. Sabe que no tiene otra que dirigirse a la
plaza del Callao para no desviarse más de lo debido de su camino.
Además las calles empiezan a ser muy estrechas y las referencias
perderse.
Al
llegar a una gran plaza, se fija en la entrada del Hotel Florida. Ha
oído que en el mismo se hospedaban en Madrid los corresponsales de
Guerra internacionales, entre los que se comenta que había famosos
escritores que habían venido “atraídos” por el conflicto. Ahora
parece vacío y tardará en recuperar su antiguo esplendor.
Le
espera una Gran Vía desierta, fantasmagórica. La Avenida de los
Obuses la habían rebautizado con sorna castiza los habitantes del
Madrid sitiado. No reconoce nada de lo mucho que le habían contado.
Nada del esplendor, de la vorágine que inundaba esa arteria antes de
la catástrofe.
Al
levantar la vista, ve su objetivo. Ahí está, impertérrito, como si
nada hubiera pasado. Como si nada o nadie pudiera derribarlo. Decide
no cambiar de acera y disminuir su paso, no deja de mirar el
imponente edificio, el más alto de Madrid. “El guá”, lo
llamaban los artilleros del otro lado del frente, obsesionados con
acertarle,pero al que solo pudieron hacer rasguños que ahora parecen
cubrir de cicatrices su fachada.
Cuando
llega justo justo enfrente, lo observa en toda su grandeza y sabe que
ha llegado, que ahora empieza lo difícil, pero no se amilana y con
paso decidido cruza la Avenida y se dirige a la entrada abierta en
una bocacalle lateral. En la puerta, un falangista de camisa azul,
pelo engominado y bigotito perfilado le mira desafiante sin decir
palabra, pero el uniforme y las estrellas que adornan su bocamanga le
hacen dudar y, finalmente, apartarse para permitirle franco el
acceso. Rehúsa a tomar los varios ascensores que le esperan y se
dirige con paso decidido a las estrechas escaleras que flanquean los
huecos que dejan. Son muchos pisos, pero está mas que decidido a
llegar hasta el final. No sabe si podrá volver a hacerlo de nuevo o
si jamás tendrá tan fácil llegar tan alto.
Sudoroso,
casi jadeante, llega hasta el piso que le indicaron como el
propietario de la mejor vista de todo Madrid. Al entrar en la terraza
vislumbra ya el espectáculo que se le ofrece al llegar a la
barandilla. Todo el Madrid “liberado”, está a sus pies.
-Ahora
es cuando empieza lo difícil-Dice en voz alta sin que nadie le oiga.
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