La llegada

Un solitario camión traquetea sobre la oscura carretera que se perfila entre los primeros claros de una tibia mañana de primavera. Sus faros ya han abandonado las sordinas que les envolvieron los últimos años y que evitaban que sus luces pudieran detectarse desde lejos. Aunque ahora no iluminan mucho más con su tibia y amarillenta luz. Dentro, seis personajes se bambolean al compás que impone el deficiente y mal llamado firme de la vía. Están molidos, exhaustos, solo se escucha su respiración y algún que otro ronquido interrumpido a cada bache. De repente, frena en seco y de él desciende una sombra.
-¿Está seguro de que quiere quedarse aquí? Podemos acercarle al centro.
Se escucha a través de la boca entelada del camión.
-No gracias, prefiero bajarme aquí.
-Como quiera. ¡Adiós y suerte!
El camión se aleja con el mismo ronroneo ronco con el que se acercó, dejando a su antiguo pasajero de pié en mitad de la calzada. No importa, no hay ningún otro vehículo que transite esa carretera a esas horas. Mientras, la sombra recoge el bulto que parece su único equipaje y comienza a subir una cuesta, alejándose.
El incipiente alba le permite otear lo que quería ver. “Esto es lo que queda de mis ilusiones”. Piensa, mientras observa los cascotes, el amasijo de hierros, piedras, escombros y destrucción que se expande ante él.

Casi tres años antes, había imaginado esta escena de una manera muy distinta. Iba a ser el primero de su familia en llegar a la Universidad. Sus padres (pensó en sus padres que ya no estaban, aunque agradecía que ya no estuviesen), lo habían sacrificado todo para que el pudiese vivir ese momento. Y esto es lo que ahora se encontraba, un montón de ruinas que debía haber sido el centro del saber y del conocimiento de la juventud española y ahora no es más que el reflejo de la intransigencia y la barbarie, la triste imagen de la destrucción y la desolación.
El paso empieza a hacérsele cada vez mas pesado. Camina entre cascotes, piedras deslavazadas, edificios derruidos, ventanas desvencijadas, agujeros que parecían haber sido producidos por mortíferas polillas que no solo habían comido el conocimiento y la vida, sino la esperanza de muchos como él o de todo el país.
Teme encontrarse a alguien de improviso, nadie alrededor: “Es pronto, y prefiero no ver a nadie de momento”. Su reflexión le evade del terrible sentimiento de desolación que le invade. Sigue su camino con pesadumbre, pero con la determinación del que conoce su destino, entre ese amasijo de cascotes y miedo que en su día había sido su ilusión y ahora daba cuenta del pasado inmediato que había tenido que vivir.
Mientras camina, piensa en ese verano en su pueblo. Las últimas vacaciones antes de ir a la capital, a la Universidad. Como, en su inocencia, deseaba que acabase pronto para saborear la senda que creía trazada y segura y que ahora pisa torpemente esquivando las ruinas sobre lo que queda de un sueño.
Ha repasado una y otra vez el camino a tomar, no puede equivocarse, no puede preguntar a nadie sin estar seguro de a quien pregunta, es peligroso, aunque tampoco se ve a nadie a quien preguntar. Sabe que debe dar un gran rodeo, pero es lo más seguro conociendo el camino solo por referencias y por vagas descripciones. Además es seguro que todo esto ha cambiado enormemente, por ello camina por los restos de la Ciudad Universitaria rumbo al parque del Oeste.

Adoquines levantados, zanjas, sacos terreros aún no retirados eso es todo lo que encuentra en su camino mientras avanza. Ni un alma en una ciudad oscura, fantasmagórica, muy distinta a la que el se imaginó en su definitivamente perdida inocencia. Continúa caminando y vislumbra un edificio que parece haber sido roído por un gigantesco roedor, que ha dejado los dientes marcados en la fachada. Por mucho que se lo han descrito y explicado, no consigue reconocerlo y pasa de largo inquieto. Perderse no es una opción. Continúa su lento caminar y antes de llegar a la calle Ferráz, se detiene a coger resuello. Ni un ruido, ni siquiera un pájaro que esté en el parque y que cante en esa mañana de fin de primavera, a pesar de que hace un rato que el Sol ha dejado caer sus primeros rayos. Sabe que tiene que orientarse por una ciudad que no ha pisado nunca, pero en la que tiene que refugiarse y no salir, al menos en muchos años. Enfila tal y como le han contado para encontrarse con el Cuartel de la Montaña, mejor dicho, con los restos del mismo, atacado por unos y por otros y que hoy es también un amasijo de cascotes, hierros y piedras. Tiembla con solo pensar el nombre, pero continúa y se desvía hacia la explanada que constituye el núcleo de lo que será la Plaza de España. El silencio sigue en la ciudad, pero entre las callejuelas que desembocan en la explanada ya se vislumbran los primeros síntomas de vida; un sereno que se dirige seguramente a su casa a descansar, una portera que sale del portal para barrer con un palo al que le han atado unos hierbajos y con el que remueve la arena más que barrerla. Pero no se ve ni rastro de esa radiante alegría, de esa jovialidad, que les habían contado que reinaba por esas fechas en la capital. Lo que se vé es una ciudad triste, oscura, derrotada. Aunque es cierto que está en uno de los barrios más castigados, y no está el horno para muchos bollos.
Ha encontrado un punto de referencia en la fachada del Palacio Real, vé como la Guerra ha convertido este espacio tan cercano a todos los madrileños en un campo de batalla. Suelos levantados, impactos de metralla en su fachada, ventanas destrozadas, cristales rotos, todo tipo de escombros repartidos por doquier. Con lo cerca que ha estado el frente lo raro es que no se haya venido abajo. Ha decidido continuar hacia la Gran Vía, por calles pequeñas, paralelas, es mas seguro. Abandona la calle mas ancha y se adentra entre callejuelas, usando la vaga referencia que le empieza a proporcionar el sol.
Al cruzar la calle de Fomento, no deja de pensar en la trágica historia de la misma. Enclave de la Inquisición primero, lugar donde se concentra el progreso después (de ahí el nombre de la misma) y trágico destino de los muchos de los que acabaron sus días al principio del desastre. Aunque al principio no se creía las tétricas historias de lo sucedido en su tétrica checa, lo que vio durante estos últimos años, acabó por convencerle de que eso, y mucho mas, cabía en la negra conciencia de muchos durante ese apocalipsis.
Empieza a tener la boca seca y bastante hambre. Lleva mas de 20 horas sin probar bocado. Sigue recorriendo las callejuelas hasta que llega a una plaza en una de cuyas esquinas se divisa una tasca en la que hay luz. No lo duda, empuja la puerta que cede con un estridente chirrido. Le recibe una bofetada de olor mezcla de alcohol, sudor y miedo. El suelo esta sembrado e serrín que dificulta ver el color del suelo, y en las paredes se entremezclan los carteles de corridas de toros y equipos de fútbol, con espacios donde ahora solo se puede distinguir la claridad de que en su día allí hubo algo que recibió la suciedad que impregna el resto de la pared.
-Buenos días- saluda, dirigiendo su saludo a los dos parroquianos que adoran un par de vasos que contienen los restos de un licor inclasificable.
Los dos parroquianos le miran con recelo y no apartan su mirada mientras se dirige al mostrador, al que el camarero intenta dar lustre con un trapo que dista mucho de estar limpio.
-¡Arriba España!- le saluda el camarero, con un ademán marcial a todas luces impostado.
-Buenos días, quería tomarme un café con leche y a ser posible, desayunar algo.
El camarero le mira un tanto perplejo, como si no entendiese nada.
-Lo lamento, lo único que puedo ofrecerle de “eso” es una taza de achicoria y un trozo de pan de ayer con manteca. Pero si quiere puedo ofrecerle una copa de aguardiente o un anís.
- La achicoria y el pan está bien.
No es cuestión de apretarse una copa de aguardiente con el estómago vacío. Mientras traga, como buenamente puede el caliente brebaje y se come el mendrugo untado, no deja de observar a los dos clientes que no dejan de mirarle como reconociendo a un usurpador. “Debe ser duro, aguantar lo que ha aguantado esta gente”, piensa.
Con el último trago, amargo pero caliente, pide la cuenta, a lo que el camarero se le queda mirando con perplejidad.
-Invita la casa- dice al fin. -¡Arriba España!- Cuadrándose.
-Muchas gracias- Recoge el petate y se dirige a la puerta, mientras no deja de observar como los parroquianos y el camarero no dejan de observarle. A él o a su uniforme.
Al salir gira por Jacometrezo. Sabe que no tiene otra que dirigirse a la plaza del Callao para no desviarse más de lo debido de su camino. Además las calles empiezan a ser muy estrechas y las referencias perderse.
Al llegar a una gran plaza, se fija en la entrada del Hotel Florida. Ha oído que en el mismo se hospedaban en Madrid los corresponsales de Guerra internacionales, entre los que se comenta que había famosos escritores que habían venido “atraídos” por el conflicto. Ahora parece vacío y tardará en recuperar su antiguo esplendor.
Le espera una Gran Vía desierta, fantasmagórica. La Avenida de los Obuses la habían rebautizado con sorna castiza los habitantes del Madrid sitiado. No reconoce nada de lo mucho que le habían contado. Nada del esplendor, de la vorágine que inundaba esa arteria antes de la catástrofe.
Al levantar la vista, ve su objetivo. Ahí está, impertérrito, como si nada hubiera pasado. Como si nada o nadie pudiera derribarlo. Decide no cambiar de acera y disminuir su paso, no deja de mirar el imponente edificio, el más alto de Madrid. “El guá”, lo llamaban los artilleros del otro lado del frente, obsesionados con acertarle,pero al que solo pudieron hacer rasguños que ahora parecen cubrir de cicatrices su fachada.

Cuando llega justo justo enfrente, lo observa en toda su grandeza y sabe que ha llegado, que ahora empieza lo difícil, pero no se amilana y con paso decidido cruza la Avenida y se dirige a la entrada abierta en una bocacalle lateral. En la puerta, un falangista de camisa azul, pelo engominado y bigotito perfilado le mira desafiante sin decir palabra, pero el uniforme y las estrellas que adornan su bocamanga le hacen dudar y, finalmente, apartarse para permitirle franco el acceso. Rehúsa a tomar los varios ascensores que le esperan y se dirige con paso decidido a las estrechas escaleras que flanquean los huecos que dejan. Son muchos pisos, pero está mas que decidido a llegar hasta el final. No sabe si podrá volver a hacerlo de nuevo o si jamás tendrá tan fácil llegar tan alto.
Sudoroso, casi jadeante, llega hasta el piso que le indicaron como el propietario de la mejor vista de todo Madrid. Al entrar en la terraza vislumbra ya el espectáculo que se le ofrece al llegar a la barandilla. Todo el Madrid “liberado”, está a sus pies.
-Ahora es cuando empieza lo difícil-Dice en voz alta sin que nadie le oiga.

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