OBITUARIO: Diego Armando Maradona

Ayer, a media tarde, me enteré. Se había muerto Diego Armando Maradona. Un dios con la pelota en los pies y un ser arrastrado, atormentado y patético sin ella. La conmoción y la pena me fueron enormes.

Para aquellos de su generación (mi generación) que habíamos oído hablar a los más viejos del lugar, de las maravillas de Pedernera, el adalid y estandarte de la máquina de River (aquella delantera mítica con Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Lostau) o a los que, ya en Europa, tuvieron el placer y el privilegio de ver jugar a Di Stéfano, la aparición de Diego era la constatación evidente de que el dios de la pelota tenía que ser argentino.



Los que asistieron a la aparición estelar de Diego en aquel campo de patatas donde jugaban los Cebollitas en Buenos Aires, viendo como dominaba aquel balón que parecía tener vida propia y hacía con su zurda dibujos, arquitecturas mágicas, anunciaban la aparición de una nueva estrella del balón. Ya lo dijo Cesar Luis Menotti, cuando firmó por el Barcelona: “Han firmado al mejor jugador de fútbol que ha parido madre”.

Creo que no es necesario hacer una reconstrucción de su biografía, puesto que seguramente todos la conocen de sobra y las televisiones habrán copado todos los noticieros con cientos de jugadas, con goles imposibles (la jugada contra Inglaterra, en el Mundial de 1986 que lo consagró, en la que convirtió una pedrada del ‘Negro’ Enrique, en una auténtica obra de arte), divinos (¡Ay aquella mano de Dios en el mismo encuentro!) o simplemente geométricos (sus innumerables tiros a pelota quieta en los que la misma dibujaba parábolas planetarias), pero me voy a recrear en dos acciones que me impactaron por su dificultad técnica y su increíble dominio de la pelota. Una, de la que fui testigo en directo y que seguro han visto su final miles de veces, y la otra, en Nápoles cuando deleitó a los miles de aficionados partenopeos, que iban a San Paolo hasta para verlo calentar. La primera, ocurrió en el Santiago Bernabéu en Madrid allá por 1983, en un partido de Copa de la , cuando recibió un balón en el centro del campo y se fue directo a portería, tras driblar la salida de Miguel Angel, el portero del Madrid, esperó la entrada del lateral Juan Jose, para driblarle en una baldosa y marcar a puerta vacía. ¡No le pudo ni hacer penalti!. Y todo con una sola pierna, la izquierda (pero que izquierda). La segunda, cuando comenzó a dar toquecitos al balón sin dejarlo caer ¡Con las botas desatadas! Haciendo una curiosa coreografía. Consiguió que no cayese la bola, sin tropezar con los cordones.



Dios en Argentina y en Nápoles, donde hizo grande a un equipo que antes de su llegada era de tercera o cuarta fila, no pudo triunfar en España, porque cayó en un club que entonces era como era y porque Goikoetxea, aquel fiero central del Athletic, le mando directamente al hospital de una brutal patada y le cogió miedo.

Con un físico imposible para el fútbol (pequeño, con evidentes signos de sobrepeso incontrolado, incluso cuando estaba en activo, zurdo cegado, la derecha no le servía ni para subirse al autobus), era capaz de enamorar con su juego incluso a los seguidores del equipo rival (lo único que puedo reprocharle es que jugase en Boca y en el Barcelona, y no en River y el Madrid), se desintegró totalmente en el momento en el que tuvo que colgar las botas. Sus innumerables problemas de salud, impropios de su edad, provocados por la evidente obesidad mórbida y el abuso de cocaína, la droga que el mismo confesó que le había arruinado la vida y la carrera. No pudo continuar ni cómo técnico ni como manager, ni como nada en la profesión que tanto amaba y sus constantes idas y venidas a hospitales, se entrelazaban con escándalos y apariciones esperpénticas en los medios.

Con sólo 60 años recién cumplidos, nos dejó para siempre y seguro que le hizo un caño a San Pedro al entrar en el cielo.

Afortunadamente nos quedan sus miles de jugadas, para poder contarles a nuestros nietos que, una vez, vimos a Dios jugar al fútbol.




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